Valiére; --y cuanto más culpable haya sido aquél, tanto
mayor será la gloria de Su Majestad comparada
con tanta miseria y tanto oprobio.
El rey hincó una rodilla ante su manceba y le besó la mano.
--Estoy perdido --dijo entre sí el intendente. Pero serenándose
de pronto, añadió: --Mas no, todavía no.
Y mientras el soberano, protegido por el enorme tronco de un tilo gigantesco,
estrechaba contra su cora-
zón y con todo el fuego de un amor inefable a Luisa, Colbert registró
su cartera, sacó de ella un papel do-
blado en forma de carta --papel un tanto amarillento quizá, --y dirigió
una mirada de rencor al hechicero
grupo que formaban el rey y su manceba, grupo al que acababa de iluminar la
luz de algunas antorchas que
se acercaban.
--Vete, Luisa --dijo el aturdido rey al notar los reflejos de las hachas en
el blanco vestido de La Valiére.
--Vienen, señorita, vienen --exclamó Colbert para apresurar la
partida de la joven.
Luisa desapareció con rapidez ente los árboles.
--¡Ah! --exclamó el intendente al levantarse el rey: --a la señorita
de La Valiére se le ha caído algo.
--¿Qué? --preguntó Luis XIV.
--Un papel, una carta, un objeto blanco; helo ahí.
El monarca se agachó con la vivacidad del rayo y tomó la carta,
estrujándola.
En aquel instante llegaron las antorchas inundando de vivísima luz aquella
obscura escena.
CELOS
Aquella verdadera luz, aquella solicitud por parte de todos, aquella nueva ocasión
hecha al rey por Fou-
quet, suspendieron el efecto de una resolución que La Valiére
minó ya en el ánimo de Luis XIV.
El miró a Fouquet casi con gratitud por haber ofrecido al Luisa la ocasión
de mostrarse tan generosa y tan
influyente en su corazón.
Era el instante de las últimas maravillas. No bien Fouquet condujo al
rey hacia el palacio, cuando de la
cúpula de este y con majestuoso rumor surgió y voló por
los aires una enorme manga de fuego, vivísima
aurora que iluminó hasta los más pequeños pormenores de
las terrazas.
Empezaban los fuegos artificiales. Colbert prosiguió con obstinación
su funesto propósito se esforzaba en
reducir de nuevo al monarca a ideas que la magnificencia del espectáculo
alejaban demasiado.
De repente, en el instante en que tendía al fouquet la mano, el rey sintió
en ella el papel que, según las
apariencias, La Valiére dejó caer a sus pies al marcharse.
El más irresistible imán atraía hacia el recuerdo de Luisa
al rey de Francia, que a la luz de los fuegos arti-
ficiales, cada vez más hermosos, leyó el billete que él
creyó que era una carta de amor de La Vaillere.
Según iba leyendo, el rey perdía el color, y aquella sorda cólera,
iluminada por los multicolores fuegos,
formaba un espectáculo terrible que hubiera hecho temblar a todos, de
haber leído en aquel corazón destro-
zado por las más siniestras pasiones. Rotos los diques de sus celos y
de su rabia desde el instante que des-
cubrió la sombría verdad, para Luis XIV no hubo ya compasión,
dulzura ni deberes de hospitalidad.
La carta, tirada a los pies del rey por Colbert, era la que había desaparecido
junto con el lacayo Tobías en
Fontainebleau, después de la tentativa de Fouquet en solicitud del amor
de La Valiére.
El superintendente veía la palidez del rey y no adivinaba la causa; en
cambio Colbert veía la cólera y allá
en su ánimo se regocijaba de la proximidad de la tormenta.
La voz de Fouquet arrancó a Luis de su terrible abstracción.
--¿Qué os pasa, Sire? --preguntó con amabilidad suma el
superintendente.
--Nada --respondió el rey, haciendo un violento esfuerzo sobre sí
mismo.
--¿Por desgracia se encuentra mal Vuestra Majestad?
--Un poco, ya os lo he manifestado; pero no vale la pena. Y sin aguardar el
fin de los fuegos artificiales,
Su Majestad se encaminó al palacio, acompañado de Fouquet y seguido
de toda la corte; de manera que los
últimos cohetes ardieron tristemente para sí solos.
El superintendente hizo algunas preguntas más al enfurecido soberano,
y al ver que no obtenía respuesta
alguna, creyó que aquél y su amante habían andado al la
greña en el parque, y, que el rey, poco inclinado la
poner mala cara, pero entregado a su amor, se revolvía contra todos porque
ella estaba de morros. Esto bas-
tó para tranquilizar a fouquet, que dirigió una sonrisa de amistad
y de consuelo a Luis, cuando éste lo dio
las buenas noches.
No todo había acabado aun para el rey; faltábale tragar el servicio
de aquella noche, es decir, acostarse
con todo el engorrosísimo ceremonial de grande etiqueta, pues el día
siguiente era el fijado para la despedi-
da, y cumplía que los hospedados diesen las gracias al su huésped
y pagasen con un acto de galantería los
doce millones que aquél gastaba en festejarlos.
--Señor Fouquet, no tardaréis en saber de mí, hacedme la
merced de decir al señor D'Artagnan que ven-
ga inmediatamente. Tal fue la galantería que a Luis XIV se le ocurrió